martes, 10 de noviembre de 2020

LAS EMOCIONES ENTRAN EN LA ESCUELA

 

QUE NUESTRAS EMOCIONES NOS MOVILICEN Y QUE NUESTRA RAZÓN NOS GUÍE

Cualquier profesor, a estas alturas, debería tener ya claro que es imposible dejar de lado las emociones en el aula. Cuando cada uno de nuestros alumnos traspasa la puerta de clase, entra con todo su potencial para sentir y para pensar. Nadie puede dejar sus sentimientos guardados en la mochila. Para empezar, esto es así, porque, como ya demostró el neurólogo Antonio Damasio con el caso de Elliot, cuando nos falta conciencia de nuestros propios sentimientos, somos incapaces de tomar decisiones. Elliot era un abogado de éxito, pero, tras extirparle un tumor, perdió todo contacto con su “cerebro emocional” (la amígdala y otras regiones adyacentes) y, con ello, perdió toda capacidad de tomar decisiones. ¡La falta de conciencia de sus propios sentimientos le convirtió en alguien completamente apático y dependiente!

Quizás alguno ya se esté frotando las manos al ver una posibilidad de tener sentados en los pupitres una masa informe de niños apáticos sin capacidad de sentir emociones, pero la evidencia nos dice que negar nuestras emociones es perjudicial y que intelectualizar disminuye la vitalidad. Esto no quiere decir que, cayendo en el otro extremo, debamos quitar importancia a la razón frente al corazón. No, la verdadera inteligencia emocional implica que nuestras emociones nos movilicen y que nuestra razón nos guíe. Las emociones son vitales porque nos aportan información relacionada con nuestro bienestar haciéndonos saber si se están satisfaciendo o no nuestras necesidades y, con ello, la razón es fundamental porque le toca la tarea de darnos a entender cómo consigo alcanzar o desestimar lo que la emoción me propone.



Así, por ejemplo, la sorpresa, una emoción que debería estar muy presente en nuestras aulas, te informa de que algo nuevo e interesante está apareciendo y te predispone a abrirte a esa novedad. Y cuando uno de nuestros alumnos siente vergüenza, por poner otro ejemplo,es porque su sistema emocional valora que está demasiado expuesto y las otras personas de la clase o el profesor no le van a apoyar en sus acciones.

¿Y qué pasa, por último, con el enfado? Pues para empezar que, si es una respuesta sana y adaptativa, nos informa de que, por ejemplo, alguien está traspasando nuestros límites. Lo sano es que un niño se enfade cuando otro le quita las pinturas sin su permiso. Otra cosa es que no sea lo más correcto solucionar el conflicto con un manotazo o un fuerte empujón. Lo que quiero decir es que la inteligencia emocional no separa entre emociones “buenas” (todas aquellas relacionadas con la alegría, el amor y la sorpresa) y “malas” (todas aquellas relacionadas con la tristeza, el enfado, el miedo o el asco), sino que distingue entre lo que siento ante acontecimientos, que pueden ser agradables o desagradables. Volviendo a nuestro ejemplo: No debe confundirse el enfado (una emoción adecuada) con agresividad (una conducta desapropiada). Una cosa es reprimir la conducta agresiva y otra que los alumnos aprendan que enfadarse es malo (cuando muchas depresiones surgen por no saber manifestar nuestro enfado o malestar).

En definitiva, urge que los docentes estemos formados lo suficientemente en inteligencia emocional para atender a nuestras propias emociones y a las que van apareciendo en nuestras aulas.

                               Víctor Vallejo. Profesor de filosofía y religión en el colegio Claret de Madrid.

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